Hasta hace muy poco “algoritmo” era uno de esos extraños conceptos matemáticos que habitaban en las antípodas de nuestra conciencia. Un término que, para los que no tenemos un perfil técnico-científico, no significaba gran cosa salvo quizá un embarazoso tropiezo al intentar pronunciarlo correctamente. Un trabalenguas, un “palabro”, una abstracción de implicaciones inabordables que, como mucho, había tenido un efímero paso por nuestra existencia durante los años de formación, como aquellas integrales y derivadas que tanto nos atormentaron a “los de letras” en el bachillerato y que aún producen escalofríos a quienes las sufrimos.
Después llegó Google y todos, ya fuéramos perfiles de letras o de números, nos vimos impelidos a buscar la manera de abrirnos un hueco en esa infinita ventana virtual. Fue cuando muchos escuchamos hablar por primera vez de SEO, de SEM y cuando, inesperadamente, volvió a nuestra vida el “algoritmo”. Lo hizo con gran boato y envuelto en una nube de misterio. Como si se hubiera cansado del prosaico y predecible lenguaje de las fórmulas matemáticas y hubiera decidido abrazar el mucho más atractivo mundo de la magia y la mitología. Algoritmo sonaba a Excalibur, a Merlín y a Morgana. Y es que nadie, ni los mayores expertos -te decían los propios expertos- conocían en su totalidad las claves del algoritmo que usaba Google para posicionar sus contenidos. Era como la legendaria fórmula de la Coca Cola, con la salvedad de que, mientras que ésta era secreta pero inmutable, el gran oráculo del algoritmo googleliano era caprichoso y cambiaba de criterio cada cierto tiempo para desconcierto de sus seguidores, que como mucho solo podían aspirar a tratar de interpretar sus designios y anticipar sus próximos movimientos.
Así fue como el algoritmo logró llamar de nuevo nuestra atención y se coló de rondón entre las 500 palabras de uso común que por término medio usamos las personas para comunicarnos. P
ero aquello era solo el principio. Porque la revolución big data ha provocado que gran parte de nuestra vida se haya convertido en algorítmica, y que todos y cada uno de nosotros hayamos entrado a formar parte de esa gigantesca corriente de datos procesados que nutren estos sistemas matemáticos. Las canciones que nos recomienda escuchar Spotify, los amigos que nos sugiere conocer Facebook, los artículos que nos invita a comprar Amazón o las serie de TV que nos aconseja ver Buaala… todo se basa en un algoritmo de inteligencia artificial que aprende progresivamente a conocernos a partir de nuestra interacción con él y a medida que se introducen nuevos datos.
Ahora sabemos que no sólo los negocios digitales vivirán de algoritmos. Según la consultora Gartner, la mitad de las grandes empresas serán “negocios algorítmicos” en muy pocos años. Los datos serán quienes dicten, en gran medida, decisiones en campos como la medicina, la educación, la moda o la producción de obras de ficción. Conceptos como la “intuición” o el “instinto” han sido reemplazados con éxito por la estadística en territorios hasta ahora vedados al factor “no humano”, como la gestión de personas o el deporte. Lo vimos, por ejemplo, en la película, basada en una historia real, Moneyball, protagonizada por Brad Pitt donde se relata la reconversión que vivió el mundo del beisbol profesional a principios de este Siglo.
¿Intimidante? Tal vez, pero también imparable. Y una oportunidad si se sabe orientar toda esta tecnología en beneficio de las personas. Porque, aunque es muy cierto que los seres humanos no somos ni números ni datos, también lo es que los números y datos que generamos pueden hacernos la vida más sencilla.